Un Verano Americano .-Manhattan:lo que no mata engorda
El regreso a Nueva York tras más de 25 años me ha cambiado la imagen de la ciudad de una forma radical e insospechada. Indudablemente mi mirada ha cambiado. Pero no creo que sea sólo la pátina del tiempo la que ha distorsionado la visión de la ciudad, han tenido que darse otra serie de fenómenos ajenos a mi fisiología los que han transformado su fisonomía.
Obviando por invisible el enorme agujero provocado por el derrumbamiento de las torres gemelas, se podría decir que todo Manhattan se ha hundido un tanto y no por desmoralización tras la catástrofe terrorista o la crisis hipotecaria, sino por su propio peso. Es decir, por el peso de los neoyorquinos, que padecen una epidemia de obesidad que va de lo mórbido a lo letal pasando por todo el surtido de tallas grandes que imaginarse pueda
Yo guardaba en la retina, con pelos y señales, la idea del Nueva York de los felices 80, con sus gentes dinámicas, esbeltas, emprendedoras, imaginativas y osadas que subián y bajaban ágiles de los subterráneos a las nubes, de los suburbios a la City en su ambicioso y desprejuiciado desempeño para crear negocio y modernidad. Yo guardaba también en mis adentros una cierta ansiedad por volver a pisar su asfalto, siguiendo los pasos de tantos talentos del cine, la literatura y las artes como han transitado por allí. Pero parece que sus huellas han sido borradas por la apisonadora de las marcas de lujo y de las baratijas de Oriente( 100% imitación) que inundan las avenidas.
Aparecí en Manhattan a través de los vomitorios de la Penn Station en mitad de la abigarrada Séptima Avenida, justo en la entrada del Madison Square Garden. El primer vistazo me devolvió una imagen familiar de taxis amarillos y edificios que se elevan innumerables, erguidos y ambiciosos como las lanzas de La Rendición de Breda, barullo, ruido y el trajin colorista habitual en el corazón de las grandes ciudades. Cansada por el largo viaje y acalorada por los rigores que un sádico termómetro luminoso resumía en 98 grados Farenhait y 95% de humedad, en cuestión de segundos me encontré como en un horno al "baño maría" en el que diferentes vapores empavonaban mi vista por la que se sucedían, en desfile casi circense, todo tipo de exageraciones humanas que yo tomaba por distorsiones del agotamiento y que me hicieron preocuparme seriamente por mi salud mental y física.
Mientras acarreaba la maleta hasta el hotel en que me había citado con mi amiga Paloma, seguía entreviendo el mismo panorama: puntos de fuego en cada esquina que ahumaban y perfumaban el recorrido con toda variedad de aromas grasientos y... gordos, gordas, gorditos, obesos y descomunales tipos de todas las razas. colores, sexos y edades ( menos ancianos que, sospechosamente, no se ve ni uno) y, además, todos comiendo o bebiendo algo en sus pesados desplazamientos por las aceras. La sensación de agobio me llevó a acordarme de los Botero, de Pedro (aquel sitio abrasador y pestilente debía de ser algún territorio aledaño al infierno) y de Fernando, el pintor del esperpento hecho volumen. También me vino a la cabeza una de las frasecitas con las que nos obsequian las autoridades a los fumadores (proscritos en todo el país) "Fumar puede matar". El golpe de calor seguía en sus trece e inmediatamente pensé en un título "Sexo en Nueva York" y en las petardas sílfides de sus protagonistas ( pura ficción) y mentalmente corregí la traducción por "Sebo en Nueva York".
Cuando, por fin, alcancé el aire acondicionado del hotel, arrellanada en una silla del bar y recuperada por el calculado y fresco amargor de una cerveza, concluí la primera etapa del verano Americano, con el despreocupado soniquete del refrán español que ha dado lugar al título de este artículo: Lo que no mata engorda. Creo sinceramente, que los responsables políticos deberian reconsiderar la prohibición de fumar, antes de que se vean obligados a tener que prohibir comer y haya desaparecido en la horizontal la presumida" línea del cielo" de Manhattan.
Yo guardaba en la retina, con pelos y señales, la idea del Nueva York de los felices 80, con sus gentes dinámicas, esbeltas, emprendedoras, imaginativas y osadas que subián y bajaban ágiles de los subterráneos a las nubes, de los suburbios a la City en su ambicioso y desprejuiciado desempeño para crear negocio y modernidad. Yo guardaba también en mis adentros una cierta ansiedad por volver a pisar su asfalto, siguiendo los pasos de tantos talentos del cine, la literatura y las artes como han transitado por allí. Pero parece que sus huellas han sido borradas por la apisonadora de las marcas de lujo y de las baratijas de Oriente( 100% imitación) que inundan las avenidas.
Aparecí en Manhattan a través de los vomitorios de la Penn Station en mitad de la abigarrada Séptima Avenida, justo en la entrada del Madison Square Garden. El primer vistazo me devolvió una imagen familiar de taxis amarillos y edificios que se elevan innumerables, erguidos y ambiciosos como las lanzas de La Rendición de Breda, barullo, ruido y el trajin colorista habitual en el corazón de las grandes ciudades. Cansada por el largo viaje y acalorada por los rigores que un sádico termómetro luminoso resumía en 98 grados Farenhait y 95% de humedad, en cuestión de segundos me encontré como en un horno al "baño maría" en el que diferentes vapores empavonaban mi vista por la que se sucedían, en desfile casi circense, todo tipo de exageraciones humanas que yo tomaba por distorsiones del agotamiento y que me hicieron preocuparme seriamente por mi salud mental y física.
Mientras acarreaba la maleta hasta el hotel en que me había citado con mi amiga Paloma, seguía entreviendo el mismo panorama: puntos de fuego en cada esquina que ahumaban y perfumaban el recorrido con toda variedad de aromas grasientos y... gordos, gordas, gorditos, obesos y descomunales tipos de todas las razas. colores, sexos y edades ( menos ancianos que, sospechosamente, no se ve ni uno) y, además, todos comiendo o bebiendo algo en sus pesados desplazamientos por las aceras. La sensación de agobio me llevó a acordarme de los Botero, de Pedro (aquel sitio abrasador y pestilente debía de ser algún territorio aledaño al infierno) y de Fernando, el pintor del esperpento hecho volumen. También me vino a la cabeza una de las frasecitas con las que nos obsequian las autoridades a los fumadores (proscritos en todo el país) "Fumar puede matar". El golpe de calor seguía en sus trece e inmediatamente pensé en un título "Sexo en Nueva York" y en las petardas sílfides de sus protagonistas ( pura ficción) y mentalmente corregí la traducción por "Sebo en Nueva York".
Cuando, por fin, alcancé el aire acondicionado del hotel, arrellanada en una silla del bar y recuperada por el calculado y fresco amargor de una cerveza, concluí la primera etapa del verano Americano, con el despreocupado soniquete del refrán español que ha dado lugar al título de este artículo: Lo que no mata engorda. Creo sinceramente, que los responsables políticos deberian reconsiderar la prohibición de fumar, antes de que se vean obligados a tener que prohibir comer y haya desaparecido en la horizontal la presumida" línea del cielo" de Manhattan.
Comentarios
Yo siento curiosidad pero también cierta pereza estival.
Mientras tengamos amigas como vosotras que nos vayan contando estamos salvados de cierta ignorancia.
Um abrazo. Luis