Un Invierno Iracundo
Azota la mañana un viento furioso; brama más que silba; se columpia bajo la cúpula de colores de un arco iris que exagera su pirueta: arranca entre la buitreras de la cumbre, todavía nevada, del Abantos, hasta perderse intacto en la lejanía donde se insinúa Majadahonda. Su fuerza estremece hasta los árboles más longevos y robustos. A rachas parece que va a hacer estallar los cristales, a reventar las puertas; se cuela por imposibles resquicios, en el tiro de la chimenea se convierte en el lamento macabro de un alma en pena o en el escobazo de hollín de una bruja negra.
Llega veloz desde otros horizontes helados y se presenta puntual, en el mes de Marte, como corresponde al devastador compañero de un dios de la guerra, y con una violencia inusitada, por lo menos en estas regiones.
Hoy, todo vuela: vuela la tarlatana de los visillos; vuelan las sabanas tendidas, los garabatos escolares de los niños , los cabellos de los paseantes, la crines de los caballos tras la cerca; vuela la tierra de la dehesa envolviendo a los bravos en pardos remolinos (sólo a ellos parece no afectarles en su impenitente y rencorosa inmovilidad); vuelan y escapan los pensamientos como rayos, como aviones, como cohetes, como cometas; muy alto, muy lejos, muy deprisa, más allá...
Casi todos los grandes han escrito sobre el viento como metáfora de la fuga, de la pérdida, de la desolación. El viento ha sido trasunto de las voces de ultratumba, del huésped inoportuno, del pasajero misterioso, del ladrón veloz e inaprensible, del mensajero de los infiernos. Por eso me había prometido no insistir yo, pero, hoy, su arrebatadora presencia me arrastra a hacerlo, a revivir al pie de la letra las sensaciones de otros vientos, de otros lugares, de otros tiempos.
Aunque me crié abofeteada por los vientos invasores que soplan del Moncayo, creía haber perdido la familiaridad de las ventoleras huracanadas con las que crecí. Sin embargo , este viento repite la crónica sentimental de las gélidas cuchillas del Cierzo en las mejillas, en las orejas, en la nariz; la punzante confidencia de su sonido, en ocasiones agudo y afilado hasta el dolor, en otras, bronco y sospechoso hasta el miedo, de vez en cuando, penetrante y ofensivo hasta las lágrimas y, siempre, imponente y tenaz hasta la rendición.
Se dice que los aragoneses somos brutos, francos y tozudos. La explicación se la lleva el viento. Para resistirlo hay que armarse de valor, hacerse fuerte y perseverar hasta la extenuación. como los toros. La alternativa es ponerte al abrigo de su insolencia y huir con él o abandonarte a merced de sus furores, como cualquier fútil criatura del aire que diría el poeta. Por eso, este temporal golpea la memoria de un aldabonazo; alerta los rasgos más sólidos y acendrados del carácter; retumba en la conciencia y permite aguantar con firmeza los últimos embates de este invierno riguroso, acerado e iracundo como un Rey de Espadas jugando su carta de naturaleza en plena majestad. El alma también vuela y gime como las aspas de un molino, anclada a la rueda del eterno retorno, del deseo impaciente de un tiempo mejor. No veo el día de celebrar la Primavera.
Llega veloz desde otros horizontes helados y se presenta puntual, en el mes de Marte, como corresponde al devastador compañero de un dios de la guerra, y con una violencia inusitada, por lo menos en estas regiones.
Hoy, todo vuela: vuela la tarlatana de los visillos; vuelan las sabanas tendidas, los garabatos escolares de los niños , los cabellos de los paseantes, la crines de los caballos tras la cerca; vuela la tierra de la dehesa envolviendo a los bravos en pardos remolinos (sólo a ellos parece no afectarles en su impenitente y rencorosa inmovilidad); vuelan y escapan los pensamientos como rayos, como aviones, como cohetes, como cometas; muy alto, muy lejos, muy deprisa, más allá...
Casi todos los grandes han escrito sobre el viento como metáfora de la fuga, de la pérdida, de la desolación. El viento ha sido trasunto de las voces de ultratumba, del huésped inoportuno, del pasajero misterioso, del ladrón veloz e inaprensible, del mensajero de los infiernos. Por eso me había prometido no insistir yo, pero, hoy, su arrebatadora presencia me arrastra a hacerlo, a revivir al pie de la letra las sensaciones de otros vientos, de otros lugares, de otros tiempos.
Aunque me crié abofeteada por los vientos invasores que soplan del Moncayo, creía haber perdido la familiaridad de las ventoleras huracanadas con las que crecí. Sin embargo , este viento repite la crónica sentimental de las gélidas cuchillas del Cierzo en las mejillas, en las orejas, en la nariz; la punzante confidencia de su sonido, en ocasiones agudo y afilado hasta el dolor, en otras, bronco y sospechoso hasta el miedo, de vez en cuando, penetrante y ofensivo hasta las lágrimas y, siempre, imponente y tenaz hasta la rendición.
Se dice que los aragoneses somos brutos, francos y tozudos. La explicación se la lleva el viento. Para resistirlo hay que armarse de valor, hacerse fuerte y perseverar hasta la extenuación. como los toros. La alternativa es ponerte al abrigo de su insolencia y huir con él o abandonarte a merced de sus furores, como cualquier fútil criatura del aire que diría el poeta. Por eso, este temporal golpea la memoria de un aldabonazo; alerta los rasgos más sólidos y acendrados del carácter; retumba en la conciencia y permite aguantar con firmeza los últimos embates de este invierno riguroso, acerado e iracundo como un Rey de Espadas jugando su carta de naturaleza en plena majestad. El alma también vuela y gime como las aspas de un molino, anclada a la rueda del eterno retorno, del deseo impaciente de un tiempo mejor. No veo el día de celebrar la Primavera.
Comentarios
Veo el rey de espadas y me viene a la memoria la figura de Ricardo haciendo solitarios en el mesón. Hacía trampas Ricardo cuando jugaba al solitario. Barajba tres o cuatro cartas y se birlaba la que más le convenía para el momento. Nuestros chicos eran todavía unos chicos y nosotros nos juntábamos al abrigo del fogón. Victoria oficiaba entonces de reina del palacio, nos abrumaba con su generoso corazón, a cada uno nos atendía como si aquel fuera nuestro último agape y nuestros chicos corrían entre las mesas. Tiempos hermosos aquellos, Belinda, de vino y rosas.
Veo el rey de espadas y no sé por qué me viene a la memoria el cura de Fuendejalón oficiando en deportivas. Qué cura más moderno el de Fuendejalón, isopaba el féretro de nuestra amiga, o de la madre de nuestra amiga, y a mi los ojos se me escapaban hasta sus deportivas, no lo podía evitar. Se nos van cortando los puentes cuando dejamos a nuestros padres descansando en el cementerio. Y Carmen era una mujer mayor y sabia que siempre nos atendía con mucho cariño, el corazón generoso de nuestras madres. Yo recordaba el cementerio de Fuendejalón de cuando dejamos allí - en el 81, en el 82?- a Severiano.
El invierno iracundo y tu rey de espadas me han traído todos estos recuerdos, Belinda.
Un fuerte abrazo.
Luis
El comentario de Luis si que deja el corazón helado.
Hasta pronto
Pilar