Un Verano Americano (3): Mark Twain y la crisis inmobiliaria
Parece que anda media España (o media humanidad) devanándose los sesos por el alcance y consecuencias de la crisis inmobiliaria. Parece que ya nadie sabe el valor de su casa. Los que la tienen pagada creen que se ha depreciado; a los que sufren la hipoteca les resulta carísima, quizá impagable; para los que aún no la tienen, una casa propia ha pasado de ser un sueño a ser una quimera. Como por arte de birlibirloque, los españoles, tan sedentarios y apegados a la vivienda en propiedad, hemos pasado de creernos ricos y gastar como si en realidad lo fuésemos a un acongojante y generalizado sentimiento de ruina. Y es que, la casa, nuestra casa, las casas, tienen un significado que va mucho más allá de su valor arquitectónico o crematístico.
Un ejemplo de esto podría ser la casa de Mark Twain (en la foto) en Hartford, Connecticut. Las guías avisan al turista accidental del diseño extravagante. Yo la vi, encandilada, como la proyección material de la imaginación del autor, de su propia vida o la de sus héroes, pícaros y vagabundos como Huckleberry Finn. El recibidor de inspiración española te acogía bajo lujosos artesonados moros; el comedor, con chimenea francesa, se asomaba al exterior por unas vitrinas de su amigo Tiffany con la nostalgia del gótico entre sus plomos; un jardín interior prolongaba una sala de lectura y representación hacía una amplia pradera con árboles de amplias copas; el dormitorio lo ocupaba una estrambótica y abigarrada cama veneciana, recorrida de los pies al cabecero por un coro de angelotes que más que guardar el sueño provocaban pesadillas; una escuela y un cuarto de juegos para sus hijas completaba la segunda planta y, bajo el tejado, su estudio, su cabaña, asaeteada por la generosa luz de las mansardas.
Nada más entrar en esta estancia se percibe todavía el aroma de los puros que fumaba (más de 20 al día) y te penetra por todos los sentidos esa atmósfera del talento, del humor y la rebeldía que caracterizaron al escritor. Prohibido a los niños y a la mayoría de las mujeres, el centro del gran salón está ocupado por una espléndida mesa de billar, ese coto verde con el que los hombres conjuran el azar a base de palos y bolas; el resto son libros, una vieja máquina de escribir y los más variados utensilios de fumador. No hay casi nada superfluo .Una gran intimidad se palpa sin explicaciones en una habitación dispuesta para crear y expresar lo más personal de su ocupante, incluidas las blasfemias que, según él, debían de tener un espacio donde se puedan proferir. En aquella casa sólo faltaba una alusión al río, pero me di cuenta en seguida que estaba representado en la baranda de la escalera, cuyo pasamanos castaño invitaba a deslizar la mano, como invita el agua que fluye.
Esta magnífica casa fue construida gracias al dinero de la mujer del escritor, una millonaria neoyorquina de familia abolicionista, que puso su fortuna y su vida al pairo de cualquier iniciativa de su marido. Los Twain vivieron allí desde 1871 a 1891, año en el que por distintos percances emocionales y económicos tuvieron que abandonarla. Desde su inauguración, la casa tuvo una vida secreta. El propio escritor solía decir que aquella casa tenía ojos, oídos y corazón. Quizá se refiriese a que de ella habían salido muchos personajes, mortales e inmortales, o quizás aludía a que era un enlace en la ruta secreta que estableció con su suegro para la liberación de esclavos negros. También podía tratarse de alguna presencia más oscura aún: en aquella casa murió (él confiesa que por un descuido suyo) uno de sus hijos; en aquella casa se arruinó y en aquella casa enfermó de meningitis, durante una visita, otra de las hijas. Tras la segunda muerte, su mujer ya no quiso regresar nunca a la casa. A pesar de que en aquella casa, como en todas, había encerrados muchos sueños y muchos proyectos ya no la volvieron a habitar más que los espectros de su imaginación en los siguientes 100 años.
Así, Mark Twain pasó los últimos 20 años de su vida dando conferencias por todo el mundo. Se salvó de su casa y de su quiebra gracias a su espíritu nómada, a su sentido del humor y a su curiosidad vital e intelectual.
Y es que tendemos a creer que la propiedad de una casa es un seguro, cuando en tantas ocasiones se convierte en un anclaje inmovilizante, en el veneno paralizante de nuestra libertad. Esta podría ser la lección del viejo maestro para la crisis inmobiliaria: "todas las hipotecas son tóxicas; todas las casas contienen su ruina". Mejor aventurarse por los ríos de la vida
Un ejemplo de esto podría ser la casa de Mark Twain (en la foto) en Hartford, Connecticut. Las guías avisan al turista accidental del diseño extravagante. Yo la vi, encandilada, como la proyección material de la imaginación del autor, de su propia vida o la de sus héroes, pícaros y vagabundos como Huckleberry Finn. El recibidor de inspiración española te acogía bajo lujosos artesonados moros; el comedor, con chimenea francesa, se asomaba al exterior por unas vitrinas de su amigo Tiffany con la nostalgia del gótico entre sus plomos; un jardín interior prolongaba una sala de lectura y representación hacía una amplia pradera con árboles de amplias copas; el dormitorio lo ocupaba una estrambótica y abigarrada cama veneciana, recorrida de los pies al cabecero por un coro de angelotes que más que guardar el sueño provocaban pesadillas; una escuela y un cuarto de juegos para sus hijas completaba la segunda planta y, bajo el tejado, su estudio, su cabaña, asaeteada por la generosa luz de las mansardas.
Nada más entrar en esta estancia se percibe todavía el aroma de los puros que fumaba (más de 20 al día) y te penetra por todos los sentidos esa atmósfera del talento, del humor y la rebeldía que caracterizaron al escritor. Prohibido a los niños y a la mayoría de las mujeres, el centro del gran salón está ocupado por una espléndida mesa de billar, ese coto verde con el que los hombres conjuran el azar a base de palos y bolas; el resto son libros, una vieja máquina de escribir y los más variados utensilios de fumador. No hay casi nada superfluo .Una gran intimidad se palpa sin explicaciones en una habitación dispuesta para crear y expresar lo más personal de su ocupante, incluidas las blasfemias que, según él, debían de tener un espacio donde se puedan proferir. En aquella casa sólo faltaba una alusión al río, pero me di cuenta en seguida que estaba representado en la baranda de la escalera, cuyo pasamanos castaño invitaba a deslizar la mano, como invita el agua que fluye.
Esta magnífica casa fue construida gracias al dinero de la mujer del escritor, una millonaria neoyorquina de familia abolicionista, que puso su fortuna y su vida al pairo de cualquier iniciativa de su marido. Los Twain vivieron allí desde 1871 a 1891, año en el que por distintos percances emocionales y económicos tuvieron que abandonarla. Desde su inauguración, la casa tuvo una vida secreta. El propio escritor solía decir que aquella casa tenía ojos, oídos y corazón. Quizá se refiriese a que de ella habían salido muchos personajes, mortales e inmortales, o quizás aludía a que era un enlace en la ruta secreta que estableció con su suegro para la liberación de esclavos negros. También podía tratarse de alguna presencia más oscura aún: en aquella casa murió (él confiesa que por un descuido suyo) uno de sus hijos; en aquella casa se arruinó y en aquella casa enfermó de meningitis, durante una visita, otra de las hijas. Tras la segunda muerte, su mujer ya no quiso regresar nunca a la casa. A pesar de que en aquella casa, como en todas, había encerrados muchos sueños y muchos proyectos ya no la volvieron a habitar más que los espectros de su imaginación en los siguientes 100 años.
Así, Mark Twain pasó los últimos 20 años de su vida dando conferencias por todo el mundo. Se salvó de su casa y de su quiebra gracias a su espíritu nómada, a su sentido del humor y a su curiosidad vital e intelectual.
Y es que tendemos a creer que la propiedad de una casa es un seguro, cuando en tantas ocasiones se convierte en un anclaje inmovilizante, en el veneno paralizante de nuestra libertad. Esta podría ser la lección del viejo maestro para la crisis inmobiliaria: "todas las hipotecas son tóxicas; todas las casas contienen su ruina". Mejor aventurarse por los ríos de la vida
Comentarios
Escribes de cine, Belinda, ¿para cuándo el libro?.
-Tengo en la buardilla un despacho personal que huele a tabaco (Cigarrillos negros en lugar de puros)
-Se puede blasfemar.
Espero que no coincida en otras cosas como las enfermedades y muerte de sus hijos y que no me lleve a la ruina.
Desgraciadamente no coincide en lo del talento.
Besos Enrique
besos
Ana Maria