España en deconstrucción o el rediseño de la tortilla de patatas
El término "deconstrucción" es un desarrollo conceptual que debemos al filósofo francés, Jacques Derrida, que lo utilizaba para
designar el proceso de mostrar
cómo se ha generado un concepto
cualquiera y, por extensión, cualquier artefacto, mecanismo, producto u obra de
arte.
La
palabra hizo fortuna entre artistas plásticos, cineastas, literatos y, por
supuesto, pensadores que alimentaron el debate y lo adoptaron, en parte como
método de análisis, en parte como camino de creación, como forma de superar
conceptos desde las mismísimas entrañas del concepto. En román paladino, para no enredarnos en filosofías en este humilde
espacio, deconstruir vendría a significar desmontar. En este sentido lo utilizó Woody Allen en su película “Deconstructing
Harry” y en este mismo sentido quiero utilizarlo aquí, para hacer
referencia al proceso de derribo, desmontaje o superación del término y del
concepto España. Concepto y término que, como es sabido, comenzaron a fraguarse
hace muchos siglos, a partir del momento (711) en que los reinos combatientes contra la invasión musulmana
de la península ibérica se vieron en la necesidad de aunar fuerzas para vencer al poder arrollador de la Hégira.
Tras
más de trece siglos involucrados en la creación de este constructo político que se ha dado en llamar España, tras más de
mil años enzarzados en batallas, discusiones, secesiones, banderías, pactos,
fricciones, constituciones, mitos leyendas y porfías que nos atribularon con
ruinas y guerras, cuando la cohesión de los elementos integrantes de España
parecía una quimera, tras la muerte de Franco, apareció una generación de
políticos decididos a superar La España
Invertebrada de Ortega y Gasset
que parieron una Constitución, una Carta Magna que parecía dar cabida a
todos: oficializaron las lenguas distintas, se reconocieron fueros y derechos,
se respetaron (cuando no jalearon) peculiaridades y diferencias y, remando a
una, se puso la nave del estado rumbo a Europa,
en la mas larga singladura de progreso y
democracia de nuestra historia. Parecía que habíamos conseguido lo
imposible: cuajar la tortilla española.
Y
es que, la tortilla de patatas se ha comportado históricamente como el símbolo
de España más suculento: con unos pocos ingredientes, corrientes y asequibles,
siempre que se le ponga mimo y cuidado, se obtiene una plato sabroso,
consistente y nutritivo que se comparte fácilmente. La receta de este plato ha
contribuido notablemente a la imagen exterior de nuestro país y constituye un
elemento esencial y casi indiscutible de la marca España.
Digo “casi” porque, a pesar de
haber formado parte de cualquier tipo de mesa o celebración, a pesar de haber
satisfecho paladares exquisitos y humildes, hubo un tiempo, aquel tiempo en el
que España navegaba inconsciente con las velas hinchadas por los benéficos
vientos de la prosperidad y la postmodernidad, en el que ocurrió un fenómeno de
gran trascendencia económica y política, aunque se inscriba dentro de los
territorios del ocio y el entretenimiento.
Propensos
como somos a pensar con las tripas, durante el pasado periodo de bonanza y
lujo, aparcamos toda reflexión y nos entregamos a disfrutar de los placeres mas
sofisticados. Ello dio lugar a un encumbramiento de la gastronomía, o de la
nueva cocina, que llegó a estar situada en lo más alto de las bellas artes. La
vanidad, la gula y el esnobismo llegaron a límites inconcebibles, tales como
hacer de las croquetas de “boletus”, pongo por caso, un exponente cultural de
primera categoría y a convertir a los cocineros en los nuevos dioses
domésticos.
Y
, he aquí que, uno de ellos, el más insigne y conspicuo, Ferran Adrià, quiso ir más allá en su prestigioso negocio y
emprendió una carrera investigadora e innovadora que nos dejaba boquiabiertos,
un día sí y otro también, con la incorporación de los platos mas audaces e
insólitos, como por ejemplo, Aire de
zanahoria.
Yo
no sé si había estudiado a Derrida o
a alguno de sus epígonos pero el caso es que, un aciago día, cometió la osadía
de presentar la “ tortilla de patata
deconstruida”, un plato que pasará a los anales culinarios, pero que, en
puridad, debería formar parte de los libros de historia, como el acontecimiento
inaugural del proceso de deconstrucción de España, de desmontaje de los
fundamentos institucionales que habíamos sudado durante la Transición, como la metáfora inequívoca de las fuerzas separadoras
que seguían latentes. La receta de esta tortilla era la materialización pública
de cómo se puede descomponer un bocado laborioso y popular, un elemento
esencial de nuestra dieta, en un amasijo inconsistente de ingredientes.
Víctimas
de nuestro papanatismo, en aquel momento de euforia económica no nos dimos
cuenta del carácter freudiano del invento. Pero, ahora, en las fauces de la
crisis, los políticos catalanes se aprestan a profundizar en el mecanismo,
impulsando la secesión, la separación de los elementos básicos, para hacernos
tragar un menú que no hay quien digiera. Menos mal que al Honorable en funciones le falta pericia en lo fogones y no le ha
salido bien el plato. Pero, señores pasajeros y turistas políticos de toda
procedencia, abróchense los cinturones porque las turbulencias nacionalistas no
cesan y, cuajada o reconstruida, no se puede hacer una tortilla sin romper
huevos.
¡Feliz puente de la Constitución!
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