Frutos del jardín de la niñez
Hoy tenía previsto escribir sobre el libro Convencidos, pero equivocados de la editorial Milrazones, pero ha querido el azar que haya surgido con fuerza la razón 1001, o el" n "impulso emocional y no me resista a escribir sobre un hallazgo que me llevó con una sola imagen hasta mi más tierna infancia.
Eran "Las Noches Blancas", no las de Dostoievski, sino las de Sánchez Dragó, ese programa de libros para noctámbulos e insomnes que, tantas veces subraya rarezas, piezas exquisitas o autores y obras de esos que no suelen estar ni en las listas de los más vendidos, ni de los más leídos, ni de los más de lo más (gracias Fernando)
La sesión de la madrugada de ayer era de este género y entre los invitados se encontraba una escritora, Isabel Núñez, en cuya presentación Dragó mostró su penúltimo libro: La Plaza del Azufaifo. Cuando leyeron el título en voz alta, todos confesaron no tener ni idea de que tipo de árbol se trataba. Yo tampoco lo sabía, pero algo me daba en la nariz que me lo hacía no sólo conocido, sino familiar. La autora explicó que se trataba de una especie muy común en la España de otro tiempo con la que casi acabaron los astilleros de la Armada Invencible;que era originario de Asia y lo habían traído los árabes; que daba unos frutos comestibles y una madera muy dura y que delante de su casa había un ejemplar centenario, maltratado por todo el mundo, incluido el Ayuntamiento de Barcelona que lo había querido arrancar. En un momento dado, Isabel hurgó en su bolso y sacó una azufaifa. Cuando vi el pequeño fruto rodando por encima de la mesa se confirmaron mis sospechas: ¡era una jinjola!
Al instante se abrió el tragaluz que ilumina ese desván donde duermen los recuerdos más lejanos y recuperé una palabra que no había oído en más de cuarenta años; los mismos en los que no había vuelto a ver ni a probar esa especie de minúsculas manzanas, manjar goloso de las tardes de domingo cuando era una niña. Era imposible que hubiera asociado el azufaifo con las jinjolas porque la imagen que yo tenía muy bien guardada (enterrada) no estaba vinculada a ningún árbol, sino al destartalado carrito de chucherías del señor Lamberto.
Lamberto era un viejecito de corta estatura, pelo gris, guardapolvos gris en primavera y verano, gabardina gris en otoño e invierno y, siempre, un carrito gris de zinc con el que deambulaba, en itinerario invariable y puntual, desde la esquina de la calle del Cine Olimpia con la calle Mayor hasta la estación de ferrocarril, dando una pequeña vuelta por el Paseo del Muro.
Si supiera pintar, podría compartir la exactitud con la que recuerdo la variedad deliciosa de sus menudas mercancias, incluso su colocación en aquella humilde bandeja, compartimentada como un especiero, pero tendré que conformarme con tanscribir las palabras correspondientes al placentero surtido que despachaba nuestro particular druida:
_ Lecheburras: unas pastillas de azucar que se desleían despacio en el paladar y que, según Lamberto, disueltas en el agua para lavarse la cara, nos volverían tan guapas como Cleopatra. He de confesar que en mí no se obró tal prodigio, salvo en el hecho de que la nariz empezó a apuntar proporciones indeseables.
- Fildor: perversión local de la expresión francesa para hilo de oro con la que se denominaba a pequeñas astillas de regaliz de palo que los chicos intentaban fumar.
- Sidral:una especie de gaseosa en polvo que venía en unos cartuchos de color naranja. Nos gustaba mucho porque además de hacer cosquillas en la lengua, permitía jugar con las burbujas de espuma que se producian en la boca.
- Zeppelin: chicle de fresa o menta al que nombrábamos por la marca.
El resto del apetitoso glosario lo componián las chufas (húmedas o pasas), las pipas (de girasol o de calabaza) los cacahuetes ( siempre con cáscara), las lágrimas de caramelo ( multicolores) las peladillas(rosas, blancas y azules) las almendras garrapiñadas( demasiado caras para bolsillos infantiles), los confites (de anís o de piñones), las lunas (trozos de coco fresco en forma de gajos), las obleas( hostias como discos) los cubanos (barquillos cubiertos de chocolate del tamaño de un puro mediano) y, por supuesto, las jinjolas (como canicas rojas y brillantes, ofrecían una cierta resistencia a la penetración de los dientes y al morderlas se sentía un ruidito parecido al susurro del papel de seda cuando se arruga): me parecían preciosas.
Tanto era así que, un día se me ocurrió enfilarlas en un hilo de bordar para hacerme un collar, pero como no tenía suficientes tuve que esperar hasta el domingo siguiente. Llegado el momento, cuando me dirigía ilusionada hacía mi proveedor de avalorios, vi que se formaban corros rumorosos de gente mayor, justo en la esquina del carrito de Lamberto. Nada más llegar allí me enteré del terrible suceso: Lamberto y su carrito habían sido arrollados por el mercancias que hacía la ruta Irún-Valencia. En el momento en el que volvía hacia casa espantada, me encontré con mi amiga Charito, hija de un visitador de Renfe, que ahondó en la tragedia:
- Mi padre lo ha visto todo- jadeaba excitada.
- Ha sido el mismo Lamberto el que se ha tirado a la vía...
Aquello era insoportable. Ni que decir tiene que no pude dormir en toda la noche.
Con el tañido de las campanas de la Iglesia de la Asunción llamando a misa de ocho, sorbí las últimas lágrimas, tomé el hilo de jinjolas, las fui royendo hasta dejarlas en su exiguo corazón y las enterré entre los geranios de mi madre.
Han pasado muchísimos años y muchas más lágrimas, pero al final, en las últimas noches blancas ha rebrotado el fruto de un árbol de mi niñez.Eran "Las Noches Blancas", no las de Dostoievski, sino las de Sánchez Dragó, ese programa de libros para noctámbulos e insomnes que, tantas veces subraya rarezas, piezas exquisitas o autores y obras de esos que no suelen estar ni en las listas de los más vendidos, ni de los más leídos, ni de los más de lo más (gracias Fernando)
La sesión de la madrugada de ayer era de este género y entre los invitados se encontraba una escritora, Isabel Núñez, en cuya presentación Dragó mostró su penúltimo libro: La Plaza del Azufaifo. Cuando leyeron el título en voz alta, todos confesaron no tener ni idea de que tipo de árbol se trataba. Yo tampoco lo sabía, pero algo me daba en la nariz que me lo hacía no sólo conocido, sino familiar. La autora explicó que se trataba de una especie muy común en la España de otro tiempo con la que casi acabaron los astilleros de la Armada Invencible;que era originario de Asia y lo habían traído los árabes; que daba unos frutos comestibles y una madera muy dura y que delante de su casa había un ejemplar centenario, maltratado por todo el mundo, incluido el Ayuntamiento de Barcelona que lo había querido arrancar. En un momento dado, Isabel hurgó en su bolso y sacó una azufaifa. Cuando vi el pequeño fruto rodando por encima de la mesa se confirmaron mis sospechas: ¡era una jinjola!
Al instante se abrió el tragaluz que ilumina ese desván donde duermen los recuerdos más lejanos y recuperé una palabra que no había oído en más de cuarenta años; los mismos en los que no había vuelto a ver ni a probar esa especie de minúsculas manzanas, manjar goloso de las tardes de domingo cuando era una niña. Era imposible que hubiera asociado el azufaifo con las jinjolas porque la imagen que yo tenía muy bien guardada (enterrada) no estaba vinculada a ningún árbol, sino al destartalado carrito de chucherías del señor Lamberto.
Lamberto era un viejecito de corta estatura, pelo gris, guardapolvos gris en primavera y verano, gabardina gris en otoño e invierno y, siempre, un carrito gris de zinc con el que deambulaba, en itinerario invariable y puntual, desde la esquina de la calle del Cine Olimpia con la calle Mayor hasta la estación de ferrocarril, dando una pequeña vuelta por el Paseo del Muro.
Si supiera pintar, podría compartir la exactitud con la que recuerdo la variedad deliciosa de sus menudas mercancias, incluso su colocación en aquella humilde bandeja, compartimentada como un especiero, pero tendré que conformarme con tanscribir las palabras correspondientes al placentero surtido que despachaba nuestro particular druida:
_ Lecheburras: unas pastillas de azucar que se desleían despacio en el paladar y que, según Lamberto, disueltas en el agua para lavarse la cara, nos volverían tan guapas como Cleopatra. He de confesar que en mí no se obró tal prodigio, salvo en el hecho de que la nariz empezó a apuntar proporciones indeseables.
- Fildor: perversión local de la expresión francesa para hilo de oro con la que se denominaba a pequeñas astillas de regaliz de palo que los chicos intentaban fumar.
- Sidral:una especie de gaseosa en polvo que venía en unos cartuchos de color naranja. Nos gustaba mucho porque además de hacer cosquillas en la lengua, permitía jugar con las burbujas de espuma que se producian en la boca.
- Zeppelin: chicle de fresa o menta al que nombrábamos por la marca.
El resto del apetitoso glosario lo componián las chufas (húmedas o pasas), las pipas (de girasol o de calabaza) los cacahuetes ( siempre con cáscara), las lágrimas de caramelo ( multicolores) las peladillas(rosas, blancas y azules) las almendras garrapiñadas( demasiado caras para bolsillos infantiles), los confites (de anís o de piñones), las lunas (trozos de coco fresco en forma de gajos), las obleas( hostias como discos) los cubanos (barquillos cubiertos de chocolate del tamaño de un puro mediano) y, por supuesto, las jinjolas (como canicas rojas y brillantes, ofrecían una cierta resistencia a la penetración de los dientes y al morderlas se sentía un ruidito parecido al susurro del papel de seda cuando se arruga): me parecían preciosas.
Tanto era así que, un día se me ocurrió enfilarlas en un hilo de bordar para hacerme un collar, pero como no tenía suficientes tuve que esperar hasta el domingo siguiente. Llegado el momento, cuando me dirigía ilusionada hacía mi proveedor de avalorios, vi que se formaban corros rumorosos de gente mayor, justo en la esquina del carrito de Lamberto. Nada más llegar allí me enteré del terrible suceso: Lamberto y su carrito habían sido arrollados por el mercancias que hacía la ruta Irún-Valencia. En el momento en el que volvía hacia casa espantada, me encontré con mi amiga Charito, hija de un visitador de Renfe, que ahondó en la tragedia:
- Mi padre lo ha visto todo- jadeaba excitada.
- Ha sido el mismo Lamberto el que se ha tirado a la vía...
Aquello era insoportable. Ni que decir tiene que no pude dormir en toda la noche.
Con el tañido de las campanas de la Iglesia de la Asunción llamando a misa de ocho, sorbí las últimas lágrimas, tomé el hilo de jinjolas, las fui royendo hasta dejarlas en su exiguo corazón y las enterré entre los geranios de mi madre.
P.D.- He buscado el origen del nombre Lamberto y parece que significa "renombrado". Desde luego, para mi, el azufaifo o jinjolero en adelante será un lamberto. Cuando vuelva a Barcelona lo buscaré.
Comentarios
Paseando el otro día por tu pueblo, tu hermanísima V. recordó también la tienda de chucherías que había junto a la farmacia y que regentaba un hombre gruñón, que ella recordaba su nombre pero que yo olvidé.
Del carro del señor Lamberto, me acuerdo muy bien. Y del que tenía la tienda junto al cine.
Tanto Janeiro como Lamberto terminaron sus días trágicamente, el primero en el fondo de un pozo y el segundo en las vías del tren.
¡Qué tiempos, Belinda! Me encantó recordarlos contigo.
Un abrazo.
Luis
Bueno un saludo a todos en especial a ti Belinda.
Luis te hago caso
G.
Esta es otra historia
G
Hablas de las novelas del oeste de Estefanía. Santiago, mi padre, aún con el mono manchado de mosto de la bodega,en la cocina, después de cenar, me subía a sus rodillas y comenzaba a leer aventuras del oeste. Las balas silvaban por todas partes y los foragidos llegaban al galope de sus caballos hasta la cantina. Con las novelas de Estefanía aprendí yo a leer, amigos.
Un abrazo a todos, especialmente a G., mi tímido amigo.
Luis
De Jeremías, el afilador, no sre cuerdo apenas nada. Sólo veo su rueda
metálica con los cuchillos chispeantes como la corona de rayos de Zeus. Pero si sabéis algo interesante escribid esa historia.
Más recuerdos.
Belinda, me parece tu blog uno de los que pueden leerse sin caer en la desgana y el desengaño, palabras fonéticamente similares pero contradictorias en significantes. Así que trataré de hacerme adicto, o al menos atento, que ya es bastante.
1996
A veces,
recuerdo a Buenos Aires
como una ciudad archivo,
con sus manzanas armario,
los edificios cajón,
y hombres como fichas
con su historial a cuestas.
Tan perfectamente ordenada
sobre la depresión de humus,
al borde del río marrón. 10
La repetida manzana que se repite,
entre el este y el oeste,
desde el sur hasta el norte.
Las casas bajas con patios,
los altos edificios,
como tajadas de vida distinta,
insertados. Las nubes,
que tan rápido pasan.
Y esa numeración tan larga
que a todos enumera,
y tan fácilmente los encaja. 21
Orden perfecto
para una vida airada,
alterada, enamorada,
agitada. 25
Yo nací en ese archivo apasionado,
y alguna vez me encontré,
en una esquina prefijada,
con alguna otra alma
perfectamente identificada. 30