Primeras páginas de Junio ardiente
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Portada: Oscar Astromujoff
I
Marea roja
El pasado es un país extranjero: allí
las cosas se
hacen de manera distinta.
J.P. HARTLEY
LA BALSA
. . Tenía las piernas abiertas, intentando
conservar el frágil equilibrio que me mantenía
erguida en el borde de la balsa. El sol me picaba en los hombros, el bañador
nuevo absorbía el bochorno con avidez y me arañaba las ingles con el vivo de
las costuras. En la huerta se respiraba una paz densa, amenizada por el
estridor de las cigarras, el zumbido de algunos tábanos, el aroma de los
melocotones casi en sazón y el de las rosas sofocadas que clavaban sus espinas
con ahínco en la cal del muro. Era un junio ardiente, tan ardiente como todos los junios que recuerdo,
tan ardiente como el paisaje de espigas y amapolas que se extendía hasta el
horizonte tras las tapias de la huerta. Al fondo, la refrescante esperanza de
las montañas azules, distantes, pequeñas y suaves como festones bordados al
orillo del manto cereal.
Aquellas
balsas para riego, surtidas por aguas subterráneas o aljibes, eran los pequeños
ojos que humedecían Torremora. En todo el pueblo habría una media docena. Pero
eran pocos los hortelanos que nos dejaran bañar a los niños. Tenían muchos
miedos: miedo a que destrozásemos las plantas con correrías construido toda una
mitología para alejarnos de aquellos remansos, húmedos y gozosos, a fuerza de
miedos. Lo consiguieron a medias.
Lo
cierto es que en el pueblo casi nadie sabía nadar, menos aún las jovencitas
como nosotras que a los pavores inducidos habíamos de sumar los pudores
naturales y los complejos adolescentes para ponernos en bañador. No era el caso
de mis hermanas y mío. Mi padre, deportista y de la ciudad, nos enseñó a nadar
desde muy pequeñas, en aquella misma alberca, en la misma huerta que le servía
de banco de pruebas para los variados ejercicios de valor con los que nos
entrenaba para «defendernos en la vida», su implacable respuesta a la que
remoloneara o se resistiera a sus desafiantes: «¿A ver quién es la valiente
que...?»
Todas
resultábamos obligadamente osadas. Todas terminábamos por traspasar a oscuras
la puerta de la cochera que se tambaleaba por el viento, haciendo gemir sus
goznes de mazmorra como un condenado. Las tres terminábamos por tirarnos al
agua de cabeza y hacer más largos de los que cabía esperar para nuestra edad.
Ninguna se libró tampoco de ir a dar algún recado embarazoso a doña Fulana de
Tal o de hablar en público, si se daba la situación, por muy ridícula que nos
pareciese. La timidez pasaba por cobardía y mi padre no quería en casa
gallinas, ni apocadas ni pasmadas. En casa no se consentían pusilánimes y no
había excusas que valieran. Además, teníamos un método sencillo, preciso e
infalible que mi padre no nos dejaba olvidar:
- La
espalda recta. Mira al frente. Saca pecho. Inspira hondo y suelta el aire
despacio por la boca. Vamos, ¿estás ya preparada? - apremiaba inmediatamente.
Y allí
estaba yo, al borde de la balsa, repitiendo mentalmente nuestro particular código
del valor al tiempo que intentaba calcular el sitio por el que debía lanzarme
para evitar el archipiélago de plantas intrusas que espesaba el agua tapizando
la superficie más soleada con sus mocos verdes. Como un anfibio más, me debatía
entre la codicia del agua fresca y la repugnancia de aquellas algas
filamentosas que podían ensuciarme el traje de baño recién estrenado. Como mi
padre no estaba allí, me demoré unos segundos en el ritual mientras me colocaba
los tirantes. Justo en el momento de la inspiración, en esos segundos en que
retienes el aire en los pulmones y la conciencia se ve mermada por la anoxia y
la sensación de presión torácica, sentí un golpe enérgico en la espalda y una
especie de explosión interna que me hizo abrir la boca en el mismo instante que
caía a plomo hasta lo más profundo. Los segundos que siguieron no es necesario
describirlos mucho. Sentí el aturdimiento y la angustia de la tromba de agua
penetrando por todos los orificios de mi cuerpo.
Aunque
aquellos instantes se me hicieron eternos, no tardé en emerger, pero en un
estado tan alterado como el del recién nacido que acaba de tomar contacto con
el aire del mundo tras su primer azote y el aspecto y la ferocidad de un
cocodrilo herido.
Tras un
chapoteo desaforado, entre jadeos, toses y náuseas, no sé como llegué reptando
hasta unas matas de clavellinas que se desparramaban en la orilla de un regato.
Lloraba y gritaba con una mezcla de rabia, asco y rencor que dejó mudas a mis
amigas y puso en guardia a la señora Juana, la dueña de la huerta, que se
personó al punto rompiendo con imprecaciones y toscos aspavientos el círculo
morboso de mis amigas.
En ese
preciso momento me encontraba hecha un ovillo, sentada en el suelo, la cabeza
entre las rodillas dobladas y los brazos rodeando mi frente escondida. Devolvía
entre arcadas un agua turbia y espumosa entre la que creí ver algún renacuajo
agonizando entre el rastro de pétalos que había aplastado en mi huida de las
aguas.
- ¿Pero
qué pasa aquí?- gritó con desconsuelo la señora Juana.
- ¡Madre
mía! Estás hecha un eccehomo, criatura - continuó, levantando mis brazos por
las muñecas para verme mejor.
La señora Juana era una mujer alta y fornida,
que quería mucho a mi familia. No tenía hijos, ni miedo al agua, ni malas
palabras con los niños. De más joven, había estado trabajando en Francia y había
tenido ocasión de ver el mar y de conocer las costumbres francesas, mucho más
adelantadas. Era una mujer cabal que había visto mundo. Quizá por eso mismo
comprendió que lo que se imponía era poner orden en la situación y quitarle
hierro al asunto y cambió de tono:
- Te
has puesto perdida, pero tranquila, sólo es pan de rana. Tranquila, hija mía,
parece que no ha sido nada. No te preocupes - insistía con cariño -. En cuanto
te calmes un poco nos vamos al almacén, te limpio, te doy una manzanilla y te
llevo a casa.
Aquel
resolutivo «te llevo a casa» a pesar de haber sido pronunciado con toda
serenidad, produjo en mí el efecto contrario: me recorrió el cuerpo un escalofrío
que me puso la carne de gallina y unos ojos de carnero degollado que se
volvieron hacia ella suplicantes, mientras gimoteaba:
- No,
no, por favor, a mi casa no. No quiero que se entere mi padre. Por favor, por
favor, prométame que no se lo dirá.
- ¿Y qué
habría de decirle? ¿Acaso es una novedad que una cría se caiga al agua? ¿O es
que no tenías permiso para venir sola?
Antes
de contestarle con la cabeza baja y un hilo de voz, tuve que pasar el último
trago de orgullo. Lo pasé con dificultad, así como los restos de pan de rana
que me quedaban pegados a la campanilla. Carraspeé un poco y musité:
- No,
no es eso. No quiero que le diga que he llorado. A mi padre no le gustan las
miedicas ni las lloronas.
La señora Juana retiró de un golpe la
oreja que había acercado a mis labios para poder escuchar mi queda confidencia
y, con las manos en jarras y cara de no dar crédito a lo que oía, exclamó:
- ¿Así
que ésas tenemos?
Yo
asentí con una leve inclinación de cabeza para no interrumpir la perorata que
me sabía condenada a aguantar sin poder decir esta boca es mía.
- De
todas maneras, no pensaba decir nada. La culpa la tengo yo por fiarme de unas
chiquillas alocadas. Todo el mundo sabe que no tenéis ni una idea buena. Por
formalitas que parezcáis, siempre termináis como arrapiezos.
Aunque
creía estar preparada para oír toda clase de reniegos, aquellas últimas
palabras me hicieron mucho daño. Como si no tuviera bastante con la rabia, el
susto y la vergüenza, Juana añadía a mis faltas la de traición. Cada una de las
frases constituía un golpe bajo que me daba punzadas en el bajo vientre y me
producía un malestar como de pellizcos. Un dolor que yo no había padecido hasta
entonces, que no podía identificar sino como el efecto perverso de aquella
injusta acusación de la que no podía defenderme. Tenía doce años, pero conocía
bien las consecuencias de no responder a las expectativas de los mayores. Aquel
estado de desazón quedó enseguida disuelto por un nuevo imperativo:
-
Arriba, levántate, parece que estás ya un poco mejor. Vamos, corazón, ven
conmigo - ordenaba la señora Juana mientras tiraba de mis brazos para que me
incorporase.
En
medio de aquel desconcierto conseguí sacar algunas fuerzas de flaqueza y recuperar
una vertical oscilante que me hizo abrir el compás para buscar con los dedos de
los pies una sujeción mayor, cuando oí el murmullo de mis amigas, alejadas unos
pasos, repitiendo una sentencia fatídica:
- ¡Le
sale sangre! ¡Le sale sangre!
Yo no
podía imaginar por dónde me salía, pero, como inspirada por alguna sabiduría
antigua, me cubrí el pubis con ambas manos y me eché por delante de la cara la
melena empapada, irregularmente alargada por las algas, como una Venus de las
Charcas sorprendida en su escondite.
La señora
Juana reaccionó de forma bien distinta: mirando de reojo la nubecilla que teñía
de púrpura los bajos de mi bañador celeste les espetó con picardía:
- Qué
va a ser sangre. Son los ribetes del bañador que se han desteñido de puro encarnados.
La señora
Juana, que se había hecho cargo de la situación perfectamente, las conminó sin
contemplaciones a que se marchasen rápido a casa, sin armar líos, ni contar
chismes. Ya se ocuparía ella de mi persona.
- La
que abra la boca se acordará de mí - advirtió con rotundidad.
Mis
amigas recibieron la expulsión con alivio y salieron de la huerta como balas.
Una vez
que hubieron atravesado el portalón, me pasó una mano por detrás de la cintura
y, suavemente, iniciamos la marcha hacia el almacén. Caminábamos entre hileras
de hortalizas con aire pesaroso. Yo me sentía por los suelos, notaba como si
los filamentos del pan de rana en la piel crujieran al tostarse por el sol.
Percibía, emanando de mi propio cuerpo, un olor desagradable a moho y lodo,
como de barbo recién pescado. Los escrúpulos y las últimas lecciones de
ciencias naturales me llevaban a imaginarme presa de una metamorfosis escamosa
de final desconocido.
No me
dio tiempo de encontrar una respuesta a mis cavilaciones, las interrumpió una
pregunta cargada de sospechas:
- Dime
una cosa, ¿tú sabías que eres mujer o te ha venido ahora por primera vez?
La
primera parte de la pregunta me pareció muy tonta (¿cómo no iba a saber que era
una mujer?), pero tranquilizó un tanto mis aprensiones a convertirme en
cualquier especie de bicho. La segunda parte no la entendía ni poco ni mucho y
lo único que hizo fue aumentar mi consternación. Así que le contesté, con toda
la ambigüedad de que fui capaz para ocultar mi ignorancia, un lacónico:
- ¡Pues
claro!
- ¿Claro
qué?- repitió ella escéptica -. ¿Te había ocurrido eso alguna otra vez?
Aquel «eso»
pronunciado con tono intrigante me hizo pensar que se refería al percance del
chapuzón. ¡Aquella pregunta me la sabía! y, en mi interés por aclarar las
cosas, me lancé a contestarla con la fluidez del que se ha aprendido la lección
de memoria. Dije:
- No.
De verdad. Se lo juro. Es la primera vez. Ya sabe que nado muy bien; que sé
bucear y no tengo miedo. Pero creo que alguna me empujó sin querer y caí al
agua con la boca abierta. El trago y el golpe me aturdieron. No podía respirar,
ni sabía dónde estaba. Menos mal que las oí reírse. Pero me hice mucho daño.
Fue un horrible barrigazo. Además, el pan de rana me da mucho asco. No lo puedo
evitar. Por eso lloraba. ¿Me jura que no se lo dirá a mi padre? ¡Por favor! -
concluí, suplicante.
Debió
de pasar aún un buen rato hasta que caí en la cuenta de que Juana no se refería
a eso, cuando me preguntaba por eso. Por lo cual, mi estupor ya rozaba
la idiocia cuando la vi reaccionar desazonada:
- ¡Ay,
alma de cántaro! Criatura ignorante. Pareces muy desarrollada, pero no eres más
que una cría todavía. ¡A ver cómo salgo de este apuro!
La que
sí se sentía apurada era yo, y tan cansada que no podía sino dejarme hacer.
Desde ese mismo momento puse punto en boca y me abandoné a mi suerte resignada,
exhausta, más desorientada, si cabe, que en el momento de sacar la cabeza del
agua. Ya se pasará, pensé mientras oía a la buena mujer farfullar no sé que
retahílas. Sus palabras me resultaban tan incompresibles y lejanas como las
risas amortiguadas de mis amigas.
Para
entonces ya habíamos llegado al almacén. Juana me cogió en brazos y me sentó en
una fregadera de piedra que había en la pared del fondo; apartó la tabla de
lavar la ropa; cogió una pequeña madeja de esparto y la puso debajo del grifo.
El chorro venía a caer exactamente sobre el centro de mi vientre inflamado como
un taladro. Dejó correr el agua mientras rascaba con el estropajo húmedo un
renegrido tajo de jabón, de esos que se hacen con restos de grasa casera y que
apestan a sosa, e, inmediatamente, se puso a frotar con energía el verdín que
cubría mis espinillas como una cataplasma infecta.
Yo me
había hecho muy buenos propósitos de silencio, pero, al primer restregón, solté
un aullido de loba que le hizo dar un salto y tirar el estropajo al suelo, bien
lejos de la pila. El susto a ella le duró menos que a mí el escozor, me abrazó
y retomó con voz sentida el misterioso soliloquio que había comenzado cuando se
dio cuenta de que yo no sabía lo que era eso:
- ¡Criatura!
¡Pues buena la he hecho! Perdona a la Juana que ya va siendo vieja y había
olvidado lo que duele todo cuando se está con eso.
Otra
vez con la matraca, pensé. ¿Le habrá dado algo a la cabeza o es que eso es
una expresión de las que aprendió en Burdeos y saca a relucir tan a menudo?
- No te
muevas de aquí, que vuelvo enseguida - advirtió mientras se alejaba.
Tal
como había anunciado, regresó pronto. Traía toallas limpias, una esponja sin
estrenar, una pastilla de jabón de olor (era como llamaba ella al jabón
corriente de tocador), un peine y un frasco de agua de lavanda. Traía también
una nueva expresión en la cara y una nueva determinación: convertir aquella
serie de inconvenientes, que le habían echado a perder la tarde, en la
oportunidad soñada durante tantos años: la de ser madre.
Con ese
ánimo, inició las nuevas maniobras de puesta a punto: echó el cerrojo de la
puerta del almacén para asegurarse de que no entraba nadie de improviso; me
enjabonó y aclaró con esmero de la cabeza a los pies, melena incluida; extendió
la toalla más oscura (de las que sólo se utilizaban para limpiarse los pies al
volver del campo) en el suelo; me agarró por la cintura y me puso de pie sobre
la toalla. Cuando se disponía a quitarme el bañador, dudó un momento (la verdad
es que podía haberme aseado yo misma, pero me sentía tan débil y confusa y la
veía a ella tan decidida y entusiasmada que me presté, resignada, a interpretar
aquel papel más de muñeca que de niña y mucho menos de mujer) y, mientras me
bajaba los tirantes, me dijo:
- No te
apures, no tengas vergüenza. Todas tenemos lo mismo.
No
obstante, creo que no llegó a saber qué es lo que yo tenía, puesto que me sacó
el bañador por debajo de la toalla más grande, con la habilidad del titiritero con
las marionetas, con ese tipo de pudorosa destreza que dominaban las mujeres de
antaño. Del mismo modo, y con toda rapidez, me puso las bragas en las que había
colocado con imperdibles una gasa de algodón doblada en varios pliegues. Sacudió
con energía el vestido de Vichy a cuadritos rojos que había dejado tirado al
lado de la bicicleta al cambiarme para el baño, me lo puso y me lo abrochó; me
calzó las zapatillas y me ató los cordones; me volvió a poner la toalla por los
hombros y me sacó de nuevo a la huerta para peinarme al sol; desenredó la
melena con paciencia, mechón a mechón, y me la recogió en una coleta para que
no cogiera frío. Me roció con colonia y con la ansiedad del artista por la obra
acabada se apartó un paso de mí, me hizo dar la vuelta para comprobar el
resultado y, con una sonrisa de oreja a oreja, dijo satisfecha:
- Ya
estás. Ya pasó. En tres o cuatro días se te irá eso. El mes que viene,
cuando tengas la visita de nuevo, se te habrá ido el miedo. Será peor el día
que se te vaya. Es lo que tiene ser mujer. Por una cosa o por otra siempre
andamos preocupadas. Es nuestro sino - sentenció.
Ciertamente
me encontraba mucho mejor, el aroma de la lavanda, el calor de la ropa seca y
la cara limpia y despejada me habían reanimado bastante. Sin embargo, las
palabras de Juana me resultaban cada vez más herméticas y, aún a riesgo de
volver a estropearlo todo y de que me tomara por más ignorante de lo que era,
conté hasta tres y, levantando los ojos con aire de timidez, me atreví a
interrumpir:
- ¿Qué
quiere decir con eso? ¿Quién se viene y se va?
Juana
se encogió de hombros y me devolvió la mirada como pensando: «ten paciencia, es
más inocente de lo que suponías», pero en un segundo volvió a cambiar de
expresión y de estrategia.
- Vamos
a hacer una cosa. Como mañana es el santo de tu madre, le llevaremos un regalo
de parte de las dos y por el camino te lo explico todo con pelos y señales.
Me cogió
de la mano y volvimos al huerto. Una vez allí, recogimos las clavellinas que
habían respetado mis contorsiones y conseguimos un ramillete bastante llamativo
que colocó con gracia en una canastilla llena de perillas de San Juan. Me
ofreció unas cuantas:
- Cómetelas.
Te ayudarán a pasar el mal trago. Las he recogido esta mañana y son muy dulces,
de un sabor delicado.
Agradecida,
me las metí en los bolsillos del vestido y me fui a recoger la bicicleta del
almacén, pero, cuando hice amago de montar, me detuvo con un gesto enérgico:
- No.
Cuando se está con eso no se debe andar en bicicleta. Cógela por el
manillar. Iremos andando.
Parecía
que los inconvenientes no iban a acabar nunca. Pero ella parecía no darles
ninguna importancia, así que me aguanté con la nueva contrariedad y obedecí:
sujeté el manillar por ambos extremos mientras ella acomodaba la cesta en el
trasportín e iniciamos el camino hacia mi casa.
En
cuanto salimos al camino, Juana, protegida por el anonimato de su posición, a
mis espaldas, y por el bodegón vegetal que había organizado, comenzó a hablar
con soltura, sin escamotear ningún detalle, tal y como había prometido.
El
asunto de la bici le dio pie para enhebrar una larga lista de prohibiciones
para los «días de la visita»:
Desde
luego, había que olvidarse de practicar cualquier deporte, de arreglar las
plantas (porque se morían), de hacer mayonesa (porque se cortaba) de bañarse o
lavarse la cabeza (podías enfermar), de acercarse a perros, gatos y otros
animales (era fácil que te atacaran), de llevar ropa clara (la sangre era muy
traicionera y te podía poner en evidencia, además de estropearte las faldas
porque ese tipo de manchas eran rebeldes)... Y así siguió un buen trecho con el
recitado de tribulaciones y amarguras. Hasta que se cansó. Yo me inclinaba por
no creer aquello, pero jugó a su favor el que empezaba a sentirme mal otra vez:
el dolor de tripa persistía hasta hacerme pensar que me había envenenado con
restos de pan de rana o que se me había quedado dentro algún otro renacuajo y
me mordía las entrañas; notaba entre las piernas el pañito, de nuevo húmedo, y
la rozadura de los imperdibles y la del pedal en mi pantorrilla derecha. Notaba
un jugo pastoso entre los muslos sudorosos de tan apretados como los llevaba
por un temor inconsciente. El mismo que me hacía caminar con las rodillas
juntas y los pies hacía fuera como si se tratara de una zamba. En fin, todo un
tormento.
Al
llegar a la altura de un banco de madera sombreado por un árbol generoso, Juana
pareció darse cuenta de mis padecimientos y me invitó a sentarme y descansar un
rato. Yo aproveché el respiro para probar las perillas que llevaba en los
bolsillos y ella para dar un nuevo giro a su perorata que retomó con una paradójica
declaración:
- Es
natural. Ya te acostumbrarás.
De no
ser por el pequeño y jugoso placer que me proporcionaba en ese momento el
mordisqueo de la fruta, seguro que me hubiera rebelado contra tamaña
incongruencia, pero me concentré, como una rata hambrienta, en los pequeños
bocados con los que roía las peras hasta dejarlas reducidas a su diminuto corazón,
y la dejé hablar.
Quizás
fuera el bienestar de la sombra, o lo mucho que les gusta a las personas
mayores ver disfrutar a los niños con la comida, pero el caso es que sus
palabras cambiaron y consiguieron captar mi atención. Parecía que las elegía
siguiendo la pauta golosa de mis dientes.
Me habló
de que la sangre en las mujeres es signo de vida; que nos ayuda a depurarnos y
nos prepara para acoger a los niños en nuestras entrañas; que nos anuncia que
ya estamos preparadas para recibir a la cigüeña y que por eso tenemos que
guardarnos de las tretas de los hombres. Y me dijo que eso era el reflejo de la
luna en el cuerpo de las niñas; y me habló de sembrados y de mareas y de flores
y de frutos y de abejas y de miel y de amor y de noches de boda. Y me habló de
ilusiones y de tacones y de canciones francesas... hasta accionar en mi cabeza
un tiovivo de fantasía, un ingenuo carrusel de imágenes que daba vueltas en mi
interior como cuando intentaba escoger palabras bonitas para mis ejercicios de
redacción. He de decir que, aunque concluí una preciosa composición, no conseguí
aclararme mucho sobre el significado de eso. Pero sí me olvidé por
completo del enojoso percance con el pan de rana.
Poco a
poco, a paso de hormiga, terminé con mi festín de primores y, Juana, su iniciática
confesión de primicias sobre la condición femenina. Llegamos a casa, rendidas y
serenas: erguí la espalda; levante los ojos hacia el picaporte; respiré hondo y
llamé a la puerta sin asomo de miedo. Estaba preparada.
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