Primavera de1968: Una Página Negra
Siguiendo con las efemérides de mayo se han prodigado en la prensa de estas últimas semanas los más variados artículos de opinión y reportajes sobre las revueltas varias que vivió el mundo en 1968, desde Berkeley a Praga pasando inevitablemente por París (que siempre da mucho juego tanto a los antinapoleónicos como a los afrancesados). De forma general percibo dos tendencias llamativas. La primera es un cierto afán desmitificador sobre los hechos y sus consecuencias que, en demasiados casos, empieza por escurrir el bulto (quizá escamados por el efecto que produjo en tanto arribista el apuntarse tarda y falsamente a la llamada movida de los 80) intentado bajarse apresuradamente del carro perdedor. Resulta que ahora casi nadie se enteró de nada; nadie miró aquellos acontecimientos aunque nada más sea con cierta simpatía; los líderes estudiantiles eran unos pijos, sus ideas vacuas y sus reivindicaciones quimeras y delirios de drogados...(?)
La segunda tendencia la percibo por omisión: no he visto, oído o leído casi nada sobre el asesinato de Martin Luther King, aquel negro que soñaba con los derechos humanos y civiles campeando por las colinas sureñas. Hecho éste que, desde un punto de vista periodístico , no acierto a comprender en la España de hoy con tantos "problemas de inmigración".
Lo que yo recuerdo ( cumplí 14 años en mitad de aquella primavera) no es mucho en cuanto a datos, sin embargo, ocupa un lugar bien importante en mi memoria emocional de adolescente inquieta y de mal conformar, como decían en mi casa.
Lo que yo recuerdo es una temporada larga, atareada y nerviosa porque me tenía que preparar por libre los exámenes de 4º de bachiller y la temida Reválida. También recuerdo que estrené por mi cumpleaños un vestido rojo de florecillas que se quedaba a unos cuatro dedos por encima de mis rodillas y que se interpretó como una minifalda escandalosa. Y recuerdo que vi pasar por primera vez la exhalación cromática de La Vuelta Ciclista. Recuerdo, por supuesto, la conmovedora impresión que me produjo la noticia de la muerte de Martín Luther King. En mi inocente imaginario lo veía como uno de los angelitos negros que reclamaba Machín; como el ángel de la guarda de tantos hombres y mujeres que se deslomaban en los campos de algodón de la Tara de turno; como el liberador de los parias que cargaban y descargaban Sixteen Tones en un día gris sin aurora y sin sol, a ritmo de blues. Si, me gustaban los negros. aunque en realidad solo los conocía por las películas de la guerra de Secesión americana, los relatos de aventuras, las canciones de Nat King Cole, The Four Tops y las Supremes que escuchaba en los guateques caseros de mis primos mayores, las estampas de la Santa Infancia y los soldados de la base americana que se paseaban por Zaragoza. Me encantaban sus enormes y contrastadas sonrisas, su risa fácil, su agilidad deportiva al caminar y sus olímpicas hazañas deportivas; los divertidos tocados de la cabeza de las mujeres y los atrevidos estampados en los vestidos, la ingenua elegancia gansteril de los trajes y los zapatos de los hombres; sus portentosos bailes y sus hipnóticas voces con tantos registros como un órgano.
El asesinato de Luther King me pareció una atrocidad y me dejó bien marcadas no sólo las huellas de la compasión y la admiración, también las del valor de la lucha arriesgada contra la injusticia, la de la dignidad y fortaleza frente a los abusos de poder y el poder transformador de la palabra. MLK había muerto por hablar, por contar su sueño. La amenaza de ¡calla o muere! se podía hacer extensiva a todos los insumisos a la represión o la modorra moral de la España del Régimen.
Aquella página luctuosa se incluyó clandestinamente en mi temario de estudiante y, como una broma sarcástica de los acontecimientos del momento, aprobé todo menos el grupo de Religión, Política y Francés.
Muchos pensaran que King tiene poco que ver con España, pero creo que somos todavía muchos los que estamos negros y necesitamos revalidar nuestros sueños.
La segunda tendencia la percibo por omisión: no he visto, oído o leído casi nada sobre el asesinato de Martin Luther King, aquel negro que soñaba con los derechos humanos y civiles campeando por las colinas sureñas. Hecho éste que, desde un punto de vista periodístico , no acierto a comprender en la España de hoy con tantos "problemas de inmigración".
Lo que yo recuerdo ( cumplí 14 años en mitad de aquella primavera) no es mucho en cuanto a datos, sin embargo, ocupa un lugar bien importante en mi memoria emocional de adolescente inquieta y de mal conformar, como decían en mi casa.
Lo que yo recuerdo es una temporada larga, atareada y nerviosa porque me tenía que preparar por libre los exámenes de 4º de bachiller y la temida Reválida. También recuerdo que estrené por mi cumpleaños un vestido rojo de florecillas que se quedaba a unos cuatro dedos por encima de mis rodillas y que se interpretó como una minifalda escandalosa. Y recuerdo que vi pasar por primera vez la exhalación cromática de La Vuelta Ciclista. Recuerdo, por supuesto, la conmovedora impresión que me produjo la noticia de la muerte de Martín Luther King. En mi inocente imaginario lo veía como uno de los angelitos negros que reclamaba Machín; como el ángel de la guarda de tantos hombres y mujeres que se deslomaban en los campos de algodón de la Tara de turno; como el liberador de los parias que cargaban y descargaban Sixteen Tones en un día gris sin aurora y sin sol, a ritmo de blues. Si, me gustaban los negros. aunque en realidad solo los conocía por las películas de la guerra de Secesión americana, los relatos de aventuras, las canciones de Nat King Cole, The Four Tops y las Supremes que escuchaba en los guateques caseros de mis primos mayores, las estampas de la Santa Infancia y los soldados de la base americana que se paseaban por Zaragoza. Me encantaban sus enormes y contrastadas sonrisas, su risa fácil, su agilidad deportiva al caminar y sus olímpicas hazañas deportivas; los divertidos tocados de la cabeza de las mujeres y los atrevidos estampados en los vestidos, la ingenua elegancia gansteril de los trajes y los zapatos de los hombres; sus portentosos bailes y sus hipnóticas voces con tantos registros como un órgano.
El asesinato de Luther King me pareció una atrocidad y me dejó bien marcadas no sólo las huellas de la compasión y la admiración, también las del valor de la lucha arriesgada contra la injusticia, la de la dignidad y fortaleza frente a los abusos de poder y el poder transformador de la palabra. MLK había muerto por hablar, por contar su sueño. La amenaza de ¡calla o muere! se podía hacer extensiva a todos los insumisos a la represión o la modorra moral de la España del Régimen.
Aquella página luctuosa se incluyó clandestinamente en mi temario de estudiante y, como una broma sarcástica de los acontecimientos del momento, aprobé todo menos el grupo de Religión, Política y Francés.
Comentarios
No me lo puedo creer¡
Hablando en serio, sí que creo que siempre has sido un poco incoformista y que tu condición rebelde se te escapa nada más que abres la boca o coges las pluma A estas alturas ya no te vamos a cabiar, verdad amiga?
Te queremos tal como eres.
Un abrazo
Luis