Una receta lastimosa. Homenaje personal a Miguel de Cervantes

"Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos...”

Ángel farfullaba con parsimonia y una cierta inconsciencia la famosa dieta de D. Quijote, mientras se desperezaba intentando vencer la indolencia para entra en la cocina. La repetía una y otra vez con el mismo ritmo y tono sordos de esas canciones pegadizas que se instalan en la mente inopinadamente y acuden a los labios con inoportuna insistencia.
Aquella mañana, como otras muchas de los últimos meses, a Ángel le había costado un cierto esfuerzo levantarse de la cama. La escasez de obligaciones y el silencio penetrante del teléfono, en otro tiempo de timbrazos acosadores, le tenían sumido en una astenia paralizante que sólo los encargos domésticos de su mujer le impulsaban levemente a romper. No sabía si se trataba de amor, de culpabilidad o de un automatismo psicológico recién adquirido, pero el caso es que terminaba resolviendo las pocas tareas caseras que se le encomendaban, dada su conocida impericia.
Desde que perdiera su trabajo, Ángel tenía la sensación insuperable de que al mundo le hubiesen puesto sordina. Flotaba entre pensamientos negros de los que ni siquiera la lectura de sus más apreciados autores lograban rescatarle. No podía decir que padeciera un gran sufrimiento porque, como ocurre con los dolores agudos y persistentes, había traspasado un umbral que le tenía el alma anestesiada. Él, que había sido un espíritu inquieto, agresivo y voraz, en un año sin empleo se había convertido en un ser abúlico y deambulante, una especie de duende. Su conciencia del entorno era tan liviana que, a menudo, se lastimaba con tropezones, golpes y pequeños accidentes que le devolvían con crudeza a la realidad física y le estaban creando una especie de adicción masoquista. Cada percance, por nimio que fuese, le avivaba su sentimiento de culpa por su gran percance laboral. Era como si el mobiliario, los utensilios, las paredes y cualquier objeto inanimado le gritaran: ¡te lo mereces, por estúpido!
No obstante, y como para demostrarse a sí mismo que aún era útil para algo, intentaba cumplir con sus pequeñas obligaciones y, aquel día, debía de asar un pollo. Así, alcanzó la cocina entre sus recitados balbuceantes y comenzó a leer en voz alta y con una extraña entonación la nota de su mujer:
“Por favor, Ángel, asa el pollo que hay en la nevera para las dos. Sólo tienes que quitarle los restos de las plumas socarrándolos un poco en el fuego. Después le metes un limón cortado, echas sal, tomillo, romero y un poco de jengibre y lo metes al horno rociado con aceite de oliva.
No te olvides de calentar el horno previamente, Te quiero. Pepa.”
Repitió, varias veces, tontamente, y distorsionando el sentido con silabeo: te-quie-ro-pe-pa-te-quie-ro-pe-pa, como si se hubiera quedado enganchado a las últimas palabras. Con la nota en la mano, abrió la puerta del frigorífico y sacó la bandeja del pollo plastificada. Traía una etiqueta a la altura de la pechuga que le sorprendió amablemente con su logo de colorines infantiles y cambio su “te-quie-ro-pe-pa” por “po-llo- crí-a-do-con-ma-iz-al- ai-re-li-bre”.
Buscó descuidadamente en el cajón de los utensilios y rescató unas tijeras del barullo de acero que había formado. Con un cuidado más apropiado para un pollo vivo que para aquel cadáver amarillo, atado con cuerdas, levantó el plástico, asegurándose de no romper la etiqueta que, en la maniobra, se le quedo pegada a la punta de los dedos. Se la acercó a los ojos y dejó escurrir la mirada entre los atildados prados del caserío impreso. Aquel dibujo inocente, junto a la frasecita publicitaria de “ pollo criado con maíz al aire libre” que seguía mascullando, le provocaron ciertos sentimientos solidarios con el animal, una especie de insólita compasión más propia de un vegetariano o ecologista que del glotón que había sido hasta entonces. Aquel era un pollo bien criado, igual que él. Y como a él, de nada le había servido una infancia amable y bien nutrida. Ninguno de los dos había podido escapar a un destino tópico y vulgar. El ave, como es habitual, se encontraba “sin pies ni cabeza”, en una situación de apariencia tan absurda por lo menos como la suya. Su cabeza había rodado sin contemplaciones al montón de los desperdicios empresariales que engordaban las cifras del paro y allí estaban los dos, unidos por la prosa cotidiana de una alimentación sana, cooperadores necesarios de un final fisiológico, de un placer ajeno.
La muerte no se encontraba entre sus pensamientos más habituales, no había llegado a eso, pero, en aquel momento reparó en la puerta de acero del horno y le vino a la mente la imagen de las cámaras frigoríficas donde guardan a los muertos y se imaginó a sí mismo como un cadaver rígido, tapado con un paño verde (el mismo color de la bandeja del pollo) y atado a la altura de las rodillas y los hombros por dos cinchas (igual que el pollo). A pesar de lo siniestro de la imagen, Ángel no tuvo miedo, más bien profundizó en su estupor.
Gracias a la radio de un vecino que proclamaba las doce en Canarias, salió de súbito de tales disgresiones y se precipitó hacia la encimera donde yacía el pollo, incólume y ajeno a sus devaneos, y se aprestó a encender el gas. Como presa de un ataque de eficiencia, retomó el papel con las instrucciones de su mujer y las ejecutó atenta y precisamente, eso si, obviando el paso previo de perfeccionar el desplume tras un intento en la llama que le dejó chamuscadas sus yemas y los restos de pluma intactos. Metió el pollo en el horno, ya caliente, y se sentó en una silla frente a él observando ensimismado una leve columna de vapor que se escapaba por un respiradero. Se le fue la atención a las noticias que seguía transmitiendo la emisora del vecino y sin discernir entre los suculentos olores, sus pensamientos y la monsergas que seguía mascullando, se fue acomodando perezosamente en el calor de la cocina hasta caer en un sopor que había de resultar eterno.
Una hora más tarde, Pepa, con la puntualidad que la caracterizaba, abrió la puerta de su casa, aspiró con placer el conocido olor de su receta y sin entrar en la cocina, subió al piso de arriba a cambiarse de ropa. Tenía hambre y quería poner la mesa rápidamente. No imaginaba que aquel día no podría comer y que en su vida podría volver a comer pollo. Cuando abrió despreocupada la puerta se le heló un gritó en la garganta. Con desesperación intentó reanimar a su marido. Abrió la ventana, le vapuleó, le inquirió con toda la fuerza de su desesperación: ¡Ángel, Ángel!-. Pero Ángel había volado ya.
Pasaban unos minutos de las de las 15, 30, cuando un camillero transportaba los restos de Ángel hacia la morgue a través de los pasillos más recónditos del hospital. Cuando alcanzó la puerta que daba acceso a las cámaras llamó: ¡
Celestino, otro fiambre! Celestino, un hombre mayor de aspecto taciturno y oscuro, se apresuró silencioso a cumplir con su obligación: despojó al cadáver de la poca ropa que le quedaba; una vez desnudo, lo limpió con una esponja impregnada en formol y lo cubrió con una sábana verde quirófano, a modo de sudario; remetió los bordes por los costados del cuerpo, dejando libre únicamente el óvalo de la cara que, para entonces, ya había cobrado un color amarillo cerúleo; cogió de un estante dos correas elásticas que sujetó a la altura de los hombros y de las rodillas; orientó la camilla hacia la pared donde se ordenaban las puertas de las cámaras; activó el mecanismo que situaba la camilla a la altura de una puerta de acero abierta y, con un preciso empujón, deslizó la bandeja con el cuerpo al interior del frigorífico. Mientras giraba la manilla del cierre pensó que era un hombre demasiado joven para morir y dejó escapar entre sus labios, quedamente: ¡Lástima!
A la misma hora, con una exactitud sarcástica, la asistenta de Ángel y Pepa, ajena a tamaña desgracia, se contrariaba ante el desorden reinante en la cocina. Observó
que había algo dentro del horno, abríó su puerta de acero, sacó la bandeja con el pollo dorado y viendo que estaba intacto, abandonado y frío, suspiró mientras cerraba: ¡ Lástima!.-

RIP.

Algo más tarde, un forense ultimaba su informe con una frase desconcertante. "causa probable del éxitus: gripe aviar"

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Belinda, amiga, siempre me dio buena suerte Cervantes.
El único premio que me han dado en esta vida por escribir fue, sobre todo, gracias a él.
Y tú estabas allá en Madrid para celebrarlo con nosotros, un día de Noviembre de 1977, muy lejano.
Fue la primera visita que hacíamos Encarna y yo a Madrid. Y alguien nos dijo que viviais al lado del cantante Miky.
Pues ya perdidos por Madrid, desesperados, vimos de repente al cantante paseando por la acera. Se nos abrió el cielo. Aparcamos el R7 y enseguida dimos contigo y con toda la pandilla aquella de amigos. Qué bien lo pasamos y cuánto lo recordábamos. Aún no estábamos casados y aquella escapada de novios fue una maravilla.
Un abrazo. Luis
Anónimo ha dicho que…
Me llama un amigo, muy amigo, y me cuenta hoy esta historia. No daré nombres, ni otros posibles datos que puedan delatar confidencias, aunque supongo que, a estas alturas, al protagonista de la historia le traen sin cuidado.

Un amigo, familiar de mi amigo, se acaba de morir. Edad unos 65 años, del sindicato de la tiza. Ha vivido lo suyo y sobre todo ha escanciado lo suyo. Durante su convalecencia última en el hospital recibía a los amigos con ostras y champán. Se tomaba las pastillas con un lamparazo de vino. Tuvieron que quitar la alarma de humos en su habitación porque fumaba sin parar. Cuando ya se encontraba muy mal, le decía a su hija: Hija mía, cuando venga (la muerte) qué haremos.
Le sacaremos la lengua, papá.
Sí, hija, le sacaremos la lengua

Ha dejado su testamento vital ordenado con toda minuciosidad. No hay velatorio. Los más íntimos se reúnen en un bar restaurante para celebrar la despedida con un buen champán francés.

Y el entierro? No hay entierro. Mañana, de nuevo, se reunen los amigos en un vermut último.
Al principio el finado quería que echaran sus cenizas por el vertedero del inodoro. Luego alguien muy cercano lo convenció y por fín las dejarán en el nicho de su esposa, ya muerta hace cuatro o cinco años.

Iba la cosa de muertos, no Belinda? Pues aquí te he traído el mío.

Un abrazo. Teódulo
Anónimo ha dicho que…
A partir de ahora juro no comer pollo ,lo visualizo con un sonrisa móbida como la de la Monalisa.Como dijo aquel "La vida es una enfermedad que acaba con la muerte".
Men
Anónimo ha dicho que…
Si un dia la vida te da la espalda , ¡tócale el culo!
Anónimo ha dicho que…
A ver, Belinda, amiga, dónde se puede felicitar aquí?

Porque yo sólo vengo a felicitarte, a darte un fortísimo abrazo de oso grande, que haga que te chirrien las costillas. Todo ello con permiso de JA, faltaría más, a quien también achucho con cariño.

Lo dicho, que te felicito de todo corazón y te mando un enorme beso.

Que tengas un año maravilloso, que seguro lo tendrás.

Te abrazo.
Luis

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